Francisco Franco tuvo una infancia miserable. Su padre le llamaba Paquita y cuando no le descargaba una paliza apoteósica tras una borrachera, se entretenía pellizcándole el pene. “¿Pero tú ves algo?”, le decía a Nicolás, su hijo mayor, quien remataba con inquina, mirando a Franco: “Bobalicón, cerillita”. Entonces llegabaPilar Bahamonde, su madre, a rescatarlo llamándole “Merelillo, Paquiño mío”. Él se metía entre sus piernas chupándose el dedo. Pero el infierno no estaba sólo en casa. Los veteranos de la guerra de Cuba que le veían pasar por las calles de Ferrol se burlaban de su enorme cabeza y su cuerpo de palo… No es ni mucho menos la estampa de un mártir pero sí una buena síntesis de los primeros años de quien se haría llamar Caudillo o Generalísimo durante más de cuarenta.
En pleno auge editorial de la biografía de personajes públicos que marcaron la vida de España –el Rey, la Reina, Suárez, Don Juan…-, le toca ahora el turno al dictador. En un volumen que lleva por título Franco Confidencial (Destino, 2013), la periodista Pilar Eyre narra los recovecos de la vida íntima de Franco: sus complejos y obsesiones; su atrofiada relación con las mujeres a partir de los testimonios de uno de sus médicos, algunos brevísimos escarceos amorosos, su matrimonio con una dominante Carmen Polo, la atracción fugaz que sintió por mujeres como Eva Perón… Eyre se permite incluso colocar al lector ante un triste joven militar que se masturba torpemente evocando los antebrazos de una muchacha llamada Ángeles Barcón, una frustrada aventura de juventud.
Como esa, existen muchas anécdotas, algunas tan hilarantes como inverosímiles, como la de un desolado Carrero Blanco que llora frente al escritorio del Generalísimo porque su mujer, Carmen Pichot, le ponía los cuernos. “Paciencia, Carrero, todo se arreglará, lo importante es que usted no deshaga su hogar. Y cuidado con mojar esos documentos, que son los originales y tienen que salir por valija diplomática a Londres”, le dijo Franco a su ministro.
De la alcoba al Pardo
No todo lo revelador que se vende, el libro tiene sin embargo pasajes poco conocidos. Personajes de la política, el ejército, la monarquía, la sociedad civil, la familia o el espectáculo entran y salen de las páginas de una biografía ordenada cronológicamente en capítulos de elocuentes epígrafes: desde que fue ‘Paquito’ en su Ferrol natal pasando por la angustiosa academia militar, su nombramiento como comandante en Oviedo, la República, el alzamiento de 1936, su autoproclamación como Caudillo, sus terribles relaciones con Don Juan y el especial afecto que sintió por Juan Carlos de Borbón, a quien quiso “como a un hijo”.
Lo suyo, dice la periodista, fue amor a primera vista.Franco vio en Juan Carlos de Borbón al hijo que no tuvo, y el entonces príncipe vio en él a un tutor. “Completamente solo, Juanito se refugia en Franco. Al menos el Caudillo, como dice a sus amigos, no le ha fallado nunca, desde el principio se ha atenido a sus promesas, jamás le ha mentido. Franco percibe que el enfrentamiento de Juanito con su padre es similar al que él tenía con el suyo y adjudica a don Juan los defectos de Nicolás, bravucón, bebedor, inmoral, un mal padre que no dscarta el castigo físico para formar a sus hijos. Todavía recuerda el olor de su propio miedo al sentir los pasos del padre en el corredor de su casa de la calle María, los golpes contra las paredes”.
En las páginas de Franco Confidencial, Eyre desmiente algunas ideas o afirmaciones alrededor de Franco: no era homosexual, sino un hombre profundamente acomplejado a quien el sexo intimidaba –sustituyó a las mujeres por el poder-; asegura la paternidad de Franco sobre Nenuca, su única hija, de quien se rescata, por cierto, el episodio de su “mensaje a todos los niños del mundo”, discurso escrito a medias entre su padre y Ramón Serrano Súñer, cuñado, de Franco, sobre quien Eyre relata una tórrida historia de amor e infidelidad con una hermosa aristócrata. También se menciona –de forma difusa- la fortuna del Generalísimo –siempre austero, según Eyre, en contraste con los gustos cada vez más refinados de su hija y su mujer-, así como su relación con Carmina Polo.
Un hombre reprimido y humillado
Los primeros años de Franco dan cuenta de la poca fortuna que tuvo este vástago de una larga tradición de marineros borrachos en la que él se conducía con la redondez de los ceros a la izquierda. Delgado, dependiente de la madre y huidizo jovencillo, Franco llegó a convencerse de que para sobrevivir a la masculina multitud de primos más le valía hablar poco, no fuera ser que su aflautada voz le hiciera merecedor de unos cuantos manotazos -que igual le tocaban-. Su madre, preocupada por el tono afeminado del chico, llegó a tranquilizarse cuando un médico le aseguró que se trataba sólo de una sinusitis infantil. Esa extraña voz desaparecía con el tiempo, le dijo. Pero no fue así.
Su relación con su padre, Nicolás Franco Salgado-Araujo, marcó su infancia. Y no mejoró precisamente con los años. Transcurrido el tiempo, ya con su hijo en el poder, llegó a decir de su hijo: “Ese caudillo es un cabrón y un chulo. ¡Si lo sabré yo, que soy su padre!”. Sin embargo, de pequeño, los insultos que le prodigaba eran menos elegantes. Le llamaba lombriz, mariquita, rapaz, cerillita… Bajo ese alud de hombría exagerada y un tanto mamarracha, el joven Franco buscó una forma de salir de su casa de la calle María, en Ferrol. Y lo consiguió.
Su paso por la Academia militar –además de una larga cadena de humillaciones- le metió en el cuerpo la fiebre de las grandes misiones: su obsesión por servir en Melilla, el ascenso en el ejército, el perfil de quien a los veintitrés años apunta maneras de hombre ambicioso pero profundamente acomplejado. En Oviedo conoce a Carmina Polo cuando ella solo tiene quince años. Trascurridos tres años, Franco consigue convencer a Felipe Polo, su futuro suegro, de que le deje visitar a su hija. “Soy Francisco Franco, como usted, creo que a los moros hay que darles una lección, pero también a España”, le espetó.
Las páginas dedicadas a la visita a España que hizo Evita, la mujer del presidente argentino Juan Domingo Perón, merece una mención aparte, más por las anécdotas que por la sustancia en sí. La argentina llegó con dos aviones, con un cargamento de alimentos: 400.000 toneladas de trigo, 10.000 de lentejas, 5.000 de carne salada… pero también un continente de joyas, abrigos y sombreros de pluma ante los que Franco reaccionó, sugiriéndole tal vez, que si iba a visitar barrios obreros, lo mejor era que no llevara tantas joyas puestas. “Hombre, que a la gente le gusta tener motivos para soñar”, le contestó.
La hija del Caudillo estaba, en cambio, fascinada: “Yo estaba todo el día contemplándola, no la dejaba en paz, miraba sus joyas, sus pieles, ¡tenía unos renard argenté como aquí no se veían! Evita hablaba continuamente y me decía, uy, si yo soy morocha como tú, lo que pasa es que me tiño”. A quien no le cayó muy en gracia fue a Carmina Polo, que veía con suspicacia la forma en que Evita miraba a su marido e incluso llegó a ofenderse por sus perchas, al punto que decidió comprarse al instante una estola de armiño: “No va a ser ella más que yo…”.
Eyre defrauda. Lo que se prometía como un episodio de raro escarceo entre Franco y Evita no dejó de ser, llamémoslo, una provocación de la argentina. Alojada en El Pardo –y no en el Ritz como el resto de su equipo-, la Perón le prodigaba al Caudillo halagos y miradas, dichas con su dulce acento argentino: “Sos regio, Franquito, le has ganado por la mano a todos esos boludos europeos”. Franco, escribe Eyre, metía la barriga y sonreía embelesado ante el éxtasis con el que lo miraba aquella rubia de mujer de labios color carmín y entallados abrigos. “Cómo se nota que es una artista”, refunfuñaba Polo.